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(De aprendiz a maestro)

35 años en la carpintería de aluminio y cerrajería en Madrid.

Todo empezó en casa. Mis padres tenían una tienda de alimentación y una pequeña distribuidora de vinos. Pero más allá de lo que vendíamos, lo que realmente me marcó fue el trabajo en familia. Todos (desde los mayores hasta los más pequeños) arrimábamos el hombro. Aprendí desde niño el valor del compromiso, el esfuerzo compartido y la responsabilidad.

Aun así, desde joven sentí que ese mundo no era para mí. No me emocionaba llenar garrafas de vino ni vender pan. Me llamaba la atención algo distinto: la carpintería de aluminio del barrio. Era moderna, brillante, distinta… Y yo, cada vez que podía, me escapaba a curiosear.

Probé con la electrónica, pero la vida tenía otros planes. Dejé los estudios y empecé a buscar mi lugar. Trabajé con hierro (duro, ruidoso, ingrato) hasta que, por casualidad, el ayudante de aluminio cayó enfermo y me ofrecí. Esa fue la oportunidad que marcó mi rumbo.

Ahí me enamoré del oficio. Aprendí con humildad, cometí errores, pero siempre quise mejorar. Pasé por muchos talleres, siempre absorbiendo todo como una esponja. Con 20 años, y con la ayuda del viejo local de vinos de mi padre, monté mi propio taller. Sin dinero, sin experiencia empresarial, pero con una ilusión que me desbordaba.

Los primeros años fueron duros. Muy duros. No había descanso, ni fines de semana, ni horarios. Yo era el que fabricaba, montaba, encargaba materiales, hablaba con clientes y organizaba papeles… todo. Muchas veces pensé en rendirme.

Hasta que logré encontrar un compañero que me apoyara en todo Y eso lo cambió todo. Por fin pude confiar, delegar, respirar. Él se ocupaba de la calle, yo del taller. Nos entendimos bien. Éramos diferentes, pero nos complementábamos. Con el tiempo nos hicimos socios y la cosa empezó a fluir.

Siempre trabajamos con prudencia. Nunca nos metimos en obras grandes, porque sabíamos que la avaricia rompe el saco. Esa decisión, aunque a veces parecía ir a contracorriente, fue la que nos salvó durante las crisis. Mientras otros caían, nosotros seguíamos adelante. Sin lujos, pero estables.

Y la verdad, encontré mi lugar en el taller. Era feliz allí. Fabricar, crear, solucionar… Me gustaba ese mundo técnico, meticuloso, silencioso. Pero con los años, algo dentro de mí empezó a agrietarse. Después de casi dos décadas encerrado entre máquinas y perfiles, empecé a sentirme atrapado. Como en una jaula. Me preguntaba una y otra vez: “¿Por qué, si siempre me gustó esto?”. La respuesta era clara: echaba de menos la calle, el aire, el trato directo, moverme. Había sacrificado mi espíritu aventurero demasiado tiempo sin darme cuenta.

Los últimos años soñé muchas veces con cerrar el taller. Lo pensé en serio. Pero siempre encontraba un motivo para seguir: los clientes, el compromiso, el orgullo de lo construido. Hasta que llegó lo inevitable.

La brutal subida de precios del aluminio y sus derivados lo hizo insostenible. Por primera vez, sentí que ya no tenía sentido seguir forzando algo que me estaba consumiendo. Fue duro, muy duro. Pero también fue claro.

Después de 30 años, cerré mi taller.

Funcionó hasta el último minuto. Me voy con la cabeza bien alta, sabiendo que lo mantuve en pie contra todo, que nunca dejé de luchar. Y reconociendo también que ya se me estaba quedando grande. Ese ritmo de vida, esas exigencias, ya no eran para mí.

Pero esto no es un final. Es un comienzo.

Porque ahora, 30 años después, arranco una nueva aventura.

Ahora ya me dedico exclusivamente a los arreglos y mantenimiento de ventanas

Algo que vengo estudiando desde hace más de 15 años, esperando el momento adecuado. Y por fin ha llegado.

Vuelvo a la calle. Vuelvo al contacto directo con las personas. A solucionar, a estar presente, a dar un trato cercano, de tú a tú.

Hoy empiezo de nuevo. Con la experiencia de toda una vida, y la ilusión intacta.